Tuve la suerte de tener como coléga de trabajo a Pablo, un verdadero personaje. El no sólo era un profesional del área de las tecnologías de la información, sino que también un excelente escritor.
Durante mucho tiempo almorzábamos juntos a esa de las 3 de la tarde y conversabamos de muchos temas. Solía también contar varias anécdotas, pero sobre todo el siguiente relato que aunque lo haya escuchado decenas de veces, me sigue encantando.
MI AMIGO MATZUZAKI. (Por Pablo Vasquez Donaire)
Esta historia es la más controvertida que he contado. Todos, incluso mi familia, han festinado con esto, se han burlado, me han llamado farsante… En fin… acá va el resumen.
En el año 1980 se disputó, en el Court Central del Estadio Nacional, un partido de tenis de mesa. El encuentro fue de naturaleza amistosa. Se enfrentaron: Jong Chén, campeón de la Federación China de Ping-pong, y Minoru Matzuzaki, bicampeón de la Federación Japonesa.
El evento no fue transmitido por la televisión. Los diarios lo ignoraron completamente. El público que asistió, lo olvidó. No hay registros oficiales de este evento.
Yo tenía 4 años y mis padres me llevaron al partido. ¿Por qué? No tengo idea.
En pleno partido, despertó mi atención la pelotita blanca que iba de allá para acá a toda velocidad.
Como era niño y mañoso, empecé a gritar que “quería la pelotita”, interrumpiendo el silencio sepulcral del match.
Como mi berrinche no permitía seguir jugando a los campeones, ocurrió algo que nunca olvidaré: Matzuzaki, enternecido, trepó hasta la galería y me entregó ceremoniosamente la anhelada pelota de ping-pong.
Pasaron los años y la pelota se conservó como una especie de reliquia familiar.
Luego pasaron muchos años más. Yo ya era un adulto, tenía hijos, esposa, trabajo, casa, deudas y responsabilidades. Un día, mi esposa dijo sentirse antojada con unos arrollados de primavera. Y yo, que siempre he atendido a mi esposa como a una reina, tomé la bicicleta de mi hija y salí en busca de uno de esos restorancitos chinos de barrio.
Tuve suerte. A pocas cuadras de mi casa encontré uno. Entré y vi a un viejo hombre oriental. Su cara me resultó familiar. Le pedí cuatro porciones de arrollado y dos de wantán.
Con ese castellano orientalizado, caricaturesco, muy similar al que en las películas ponen a los samurái, el dueño del local me invitó a tomar asiento mientras él preparaba mi pedido.
Así lo hice. Me puse a observar la ornamentación. De repente, entre una sobrecargada ensalada de dragones, conos de la abundancia, caligrafías milenarias, estatuillas de Confucio, grabados e imitaciones de porcelanas, noté un elemento que desentonaba toda la ambientación: una vieja y desteñida paleta de ping-pong.
Volvió el encargado. No aguanté la tentación de preguntar por qué esa paleta estaba ahí.
Me dijo: “es un lecueldo… Yo… campeón mundial pinpón… paltido en Chile… Yo Matzuzaki…”
Quedé helado. El joven campeón que me había regalado la pelotita, estaba nuevamente frente a mí, aunque más viejo, gordo y calvo.
Inmediatamente le mencioné lo del niño que durante ese partido gritaba por la pelotita. Entonces, el viejo Matzuzaki me miró. Sus pequeños ojos rasgados se cristalizaron. Una sonrisa de felicidad se dibujó en su rostro y gritó:
¡Niño-pelota!, ¡Niño-pelota!, ¡Niño-pelota…!
Nos dimos un abrazo. Me contó algunas cosas de su vida y de cómo los caminos del destino lo habían traído de vuelta a nuestro país. Obviamente no escribiré, al menos por esta vez, todo lo que me dijo.
Llegué mi casa y me puse a buscar afanosamente la pelota de ping-pong. Por surte la encontré. Le conté a mi esposa. No sólo no me creyó sino que además le dio un ataque de risa.
La desafié a visitar a mi amigo al siguiente día.
Fuimos y ahora viene la parte triste de esta historia. El modesto restorán chino había cerrado para siempre sus puertas. Fui a la casa contigua y una mujer despeinada dijo que el viejo chino se había ido durante la madrugada.
Lo peor, lo más terrible, es que en mi bolsillo llevaba la pelota de ping-pong... Quería mostrársela a Matzuzaki, tal como un niño pequeño muestra ansiosamente una buena nota a su mamá...
Me sentí tan triste, que mi esposa dejó un rato de reírse de mí y de mi historia; incluso, por unos minutos, dijo que me creía.
No hay fotos de mi amigo Matzuzaki en Internet. Nadie parce conocerlo. Su nombre es como una sombra que vive sólo en mi cabeza.
Hay un detalle no menor: Matzuzaki es tío en segundo grado de Shigeru Matzuzaki, que representó a Japón en la competencia internacional del Festival de Viña de 1985.
He contado esto varias veces en diferentes contextos, siempre con la esperanza de encontrar a alguien que me crea. Hasta hoy… No he tenido éxito.
Durante mucho tiempo almorzábamos juntos a esa de las 3 de la tarde y conversabamos de muchos temas. Solía también contar varias anécdotas, pero sobre todo el siguiente relato que aunque lo haya escuchado decenas de veces, me sigue encantando.
MI AMIGO MATZUZAKI. (Por Pablo Vasquez Donaire)
Esta historia es la más controvertida que he contado. Todos, incluso mi familia, han festinado con esto, se han burlado, me han llamado farsante… En fin… acá va el resumen.
En el año 1980 se disputó, en el Court Central del Estadio Nacional, un partido de tenis de mesa. El encuentro fue de naturaleza amistosa. Se enfrentaron: Jong Chén, campeón de la Federación China de Ping-pong, y Minoru Matzuzaki, bicampeón de la Federación Japonesa.
El evento no fue transmitido por la televisión. Los diarios lo ignoraron completamente. El público que asistió, lo olvidó. No hay registros oficiales de este evento.
Yo tenía 4 años y mis padres me llevaron al partido. ¿Por qué? No tengo idea.
En pleno partido, despertó mi atención la pelotita blanca que iba de allá para acá a toda velocidad.
Como era niño y mañoso, empecé a gritar que “quería la pelotita”, interrumpiendo el silencio sepulcral del match.
Como mi berrinche no permitía seguir jugando a los campeones, ocurrió algo que nunca olvidaré: Matzuzaki, enternecido, trepó hasta la galería y me entregó ceremoniosamente la anhelada pelota de ping-pong.
Pasaron los años y la pelota se conservó como una especie de reliquia familiar.
Luego pasaron muchos años más. Yo ya era un adulto, tenía hijos, esposa, trabajo, casa, deudas y responsabilidades. Un día, mi esposa dijo sentirse antojada con unos arrollados de primavera. Y yo, que siempre he atendido a mi esposa como a una reina, tomé la bicicleta de mi hija y salí en busca de uno de esos restorancitos chinos de barrio.
Tuve suerte. A pocas cuadras de mi casa encontré uno. Entré y vi a un viejo hombre oriental. Su cara me resultó familiar. Le pedí cuatro porciones de arrollado y dos de wantán.
Con ese castellano orientalizado, caricaturesco, muy similar al que en las películas ponen a los samurái, el dueño del local me invitó a tomar asiento mientras él preparaba mi pedido.
Así lo hice. Me puse a observar la ornamentación. De repente, entre una sobrecargada ensalada de dragones, conos de la abundancia, caligrafías milenarias, estatuillas de Confucio, grabados e imitaciones de porcelanas, noté un elemento que desentonaba toda la ambientación: una vieja y desteñida paleta de ping-pong.
Volvió el encargado. No aguanté la tentación de preguntar por qué esa paleta estaba ahí.
Me dijo: “es un lecueldo… Yo… campeón mundial pinpón… paltido en Chile… Yo Matzuzaki…”
Quedé helado. El joven campeón que me había regalado la pelotita, estaba nuevamente frente a mí, aunque más viejo, gordo y calvo.
Inmediatamente le mencioné lo del niño que durante ese partido gritaba por la pelotita. Entonces, el viejo Matzuzaki me miró. Sus pequeños ojos rasgados se cristalizaron. Una sonrisa de felicidad se dibujó en su rostro y gritó:
¡Niño-pelota!, ¡Niño-pelota!, ¡Niño-pelota…!
Nos dimos un abrazo. Me contó algunas cosas de su vida y de cómo los caminos del destino lo habían traído de vuelta a nuestro país. Obviamente no escribiré, al menos por esta vez, todo lo que me dijo.
Llegué mi casa y me puse a buscar afanosamente la pelota de ping-pong. Por surte la encontré. Le conté a mi esposa. No sólo no me creyó sino que además le dio un ataque de risa.
La desafié a visitar a mi amigo al siguiente día.
Fuimos y ahora viene la parte triste de esta historia. El modesto restorán chino había cerrado para siempre sus puertas. Fui a la casa contigua y una mujer despeinada dijo que el viejo chino se había ido durante la madrugada.
Lo peor, lo más terrible, es que en mi bolsillo llevaba la pelota de ping-pong... Quería mostrársela a Matzuzaki, tal como un niño pequeño muestra ansiosamente una buena nota a su mamá...
Me sentí tan triste, que mi esposa dejó un rato de reírse de mí y de mi historia; incluso, por unos minutos, dijo que me creía.
No hay fotos de mi amigo Matzuzaki en Internet. Nadie parce conocerlo. Su nombre es como una sombra que vive sólo en mi cabeza.
Hay un detalle no menor: Matzuzaki es tío en segundo grado de Shigeru Matzuzaki, que representó a Japón en la competencia internacional del Festival de Viña de 1985.
He contado esto varias veces en diferentes contextos, siempre con la esperanza de encontrar a alguien que me crea. Hasta hoy… No he tenido éxito.